Los ingenieros pretenden utilizar este descubrimiento para crear plantas capaces de almacenar sus materias primas en previsión de periodos climáticos desfavorables. Se trata de la primera constatación empírica de que la interacción entre moléculas vecinas es esencial para la regulación de entrada de nutrientes en las células vegetales, y dado que plantas, animales, bacterias y hongos comparten genes similares para esta misma actividad, los investigadores creen que el mismo rasgo podría hallarse en todas las especies.
Según los investigadores, este descubrimiento serviría tanto para comprender mejor algunas enfermedades humanas como para mejorar las cosechas.
Un grupo de ingenieros de la Universidad de Kyoto, ha desarrollado un material que podría ser utilizado para reproducir a muy bajo costo el proceso de la fotosíntesis de las plantas, de manera artificial.
El nuevo material se ha logrado desarrollar utilizando una especial técnica de combustión que permite producir nanopartículas muy puras de dióxido de manganeso, que desempeñan un papel fundamental en el proceso de la fotosíntesis.
El reducido tamaño de estas partículas, de varios nanómetros, convierte al nuevo material en más reactivo y eficaz para imitar el fenómeno natural de la fotosíntesis, con la ventaja adicional de que el nuevo material podría reducir 300 veces más que las plantas el dióxido de carbono presente en la atmósfera.
Aparte de su bajo coste, por tanto, tiene un valor ecológico. Ahora, los ingenieros se plantean su comercialización en dispositivos prácticos, de pequeño tamaño, que en principio serían utilizados para reducir las emisiones de dióxido de carbono en su misma fuente de producción, es decir, que se instalarían en los coches o fábricas.
Científicos mexicanos de la Universidad de Guadalajara (UdG) y el Grupo Industrial Michel (GIM) han desarrollado una variedad de maíz con el doble de proteínas que el grano normal, concretamente han desarrollado variedades, una de las cuales ya se puede comercializar.
A partir de esta variedad, se industrializarán productos, aperitivos, cereales, tortillas y «atoles» (bebida caliente a base de harina de maíz) que, según sus creadores, contribuirán a combatir la desnutrición ya que han producido un híbrido de maíz que contiene hasta el 90 por ciento de la proteína que posee la leche.
Por su parte, el director de GIM, Ignacio Michel, aseguró que la creación de esta variedad de grano, la que calificó como un «súper maíz», constituye «una opción real de nutrición y sano desarrollo para los consumidores».
Químicos de la Universidad de Yale han hecho lo que la Madre Naturaleza eligió no hacer, ensamblar una molécula similar a las proteínas sin utilizar «los ladrillos» básicos que utiliza la naturaleza, según un informe publicado por la Journal of the American Chemical Society.
La naturaleza usa bases de alfa-aminoácidos para ensamblar las proteínas que hacen que la vida sea posible tal y como la conocemos, pero estos científicos, han determinado que la naturaleza podría haber utilizado distintos ladrillos, beta-aminoácidos (los cuales tienen el grupo amino unido al carbono 2 en vez de al carbono 1 como los alfa, contando a partir del grupo carboxilo), demostrando además que los péptidos que se ensamblan a partir de los beta-aminoácidos pueden acoplarse en estructuras de la misma forma que las proteínas naturales.
Esta capacidad de imitar proteínas naturales hace de los beta-péptidos una nueva y potente herramienta para la investigación básica y el descubrimiento de medicinas, y en un futuro próximo diseñar beta-péptidos que mejoren el rendimiento de las actuales medicinas de proteínas.
Hasta la fecha, crear una estructura que mimetice el gran tamaño y la compleja estructura replegada de una proteína natural había sido un objetivo muy difícil de lograr, pero el equipo de la Universidad de Yale resolvió el dilema diseñando una molécula que se podía formar usando características encontradas en las proteínas naturales, un interior graso que repele el agua y un exterior hidrófilo, con afinidad por esta (en la imagen).
Un equipo de seis bioingenieros de la Universidad de California, han analizado el genoma humano con la finalidad de averiguar qué genes intervienen en el proceso del metabolismo, principalmente en la producción de enzimas.
Se han estudiado más de 1.500 libros, revistas y publicaciones científicas, datados en los últimos 50 años, elaborando una completa base de datos que recoge más de 3.300 reacciones metabólicas, una vez informatizados los datos de tan exhaustivo estudio, el modelo virtual del metabolismo humano permitirá a la comunidad científica establecer con mayor facilidad las conexiones entre determinadas sustancias y los procesos metabólicos y saber, con exactitud, si determinada droga facilita o inhibe determinada reacción, como pudiera ser la síntesis del colesterol.
Con el modelo se puede preveer con gran fiabilidad las reacciones bioquímicas que llevan a cabo las células y ayudar en la búsqueda de tratamientos para enfermedades tales como la hipercolesterolemia y el sobrepeso, e incluso, llevando la situación al extremo, podría elaborarse un modelo personalizado para cada paciente.
Los investigadores han realizado un total de 288 simulaciones diferentes, entre ellas la síntesis de hormonas (testosterona y estrógenos), así como el metabolismo de las grasas.
Parece ser que pronto podremos disponer de botes de colonia con olor a playa, y es que científicos de la Universidad de East Anglia han descubierto exactamente qué hace que la playa huela de ese modo tan característico.
Se trata del Sulfuro de dimetilo (DMS), que pese a que fue identificado hace muchos años, las causas de su producción eran una incógnita. Unas bacterias encargadas de producir este gas en la costa norte de Norfolk, han resuelto el misterio.
A través de océanos, de mares y de las costas del mundo, diez de millones de toneladas de DMS son lanzados por los microbios que viven cerca del plancton y de las plantas marinas, desempeñando un papel importante en la formación de nubes sobre los océanos, y su consecuente efecto sobre el clima.
El resultado de esta investigación será publicada en la revista Science del mes de Febrero.
Un equipo de bioquímicos de la Universidad de Viena, han descubierto que las plantas, del mismo modo que humanos y animales, también disponen de estrategias para protegerse contra el estrés, en su caso, recurren al calcio.
El calcio le permite a las plantas desencadenar toda una serie de mecanismos de autodefensa, que ayudan a superar muchos problemas relacionados con cambios medioambientales, más si tenemos en cuenta que a diferencia de animales y humanos, no pueden abandonar el lugar donde crecen, por lo que se ven forzadas a desarrollar estrategias más complejas para sobrevivir.
Para los experimentos, se suprimió genéticamente en las plantas la producción de calcio, suponiendo que esa sustancia desempeñaba un papel decisivo cuando el organismo está sometido a una forma de estrés.
Y efectivamente, se mostraron muy sensibles a las concentraciones elevadas de sal en el ambiente, entonces, las proteínas quinasas que suelen activar el calcio, provocaron mecanismos adicionales para que la sal sea segregada. Del mismo modo, realizaron el experimento inverso, y las plantas que producían grandes cantidades de esa proteína quinasa resultaron tolerar extraordinariamente bien elevadas concentraciones de sal.
Ahora, mediante los denominados marcadores de genes se pueden filtrar aquellas plantas que producen mayores cantidades de quinasa, lo que ayudará a obtener cultivos resistentes a ciertos cambios medioambientales.
Un equipo de científicos estadounidenses han resuelto el misterio que envuelve a la flor más grande del mundo, que a su vez es también la que peor huele (en la imagen). Mide aproximadamente un metro de ancho y fue descubierta en un bosque tropical lluvioso de Sumatra en 1818, pero no fue descrita precisamente como una planta bonita por culpa del desagradable aroma que desprende, similar al de la carne podrida.
Según la revista Science, los científicos han utilizado el análisis genético para resolver el misterio del linaje de la flor llamada rafflesia, descubriendo que proviene de una antigua familia conocida por sus flores, pero no por grandes, sino por diminutas. De hecho, muchas de sus «primas» botánicas tienen flores de unos apenas unos milímetros de diámetro.
Así ha quedado probado que la rafflesia pertenece a la familia de la euforbiáceas, que incluye también a la flor de Nochebuena, las campánulas irlandesas, el árbol de goma, la planta de aceite de castor y la yuca. Las raras características de la rafflesia llevan décadas intrigando a botánicos de todo el mundo, que deseaban averiguar dónde encajaba esta extraña planta en el árbol botánico de la vida, especialmente por averiguar la evolución de esta planta parásita, que roba los nutrientes de otra planta mientras engaña a los insectos que la polinizan.
La planta vive en medio de enredaderas tropicales, donde sólo su flor es visible. Carece de hojas, brotes y raíces, y no emplea la fotosíntesis, el proceso que usan las plantas para aprovechar la energía de la luz del sol.
La flor, de color rojizo o anaranjado, puede llegar a pesar siete kilos y es capaz de emitir calor, probablemente mimetizando el de un animal recién muerto para seducir a las moscas de la carroña que la polinizan.
Científicos del CSIC y de la Universidad de La Laguna (Tenerife) han descrito por primera vez cómo una bacteria marina obtiene energía de la luz para crecer, cuando hasta ahora se pensaba que los únicos seres vivos capaces de utilizar la luz en el mar eran las algas, a través de la fotosíntesis.
Este trabajo, que se publica en el último número de la revista Nature y que incluye además a varias instituciones científicas de Suecia, desvela que una bacteria marina aprovecha la luz para estimular su crecimiento gracias a una molécula (la proteorodopsina), y su presencia modificaría el flujo de carbono en la superficie del océano, según los científicos.
La mayor parte de las bacterias marinas es heterotrófica (requiere materia orgánica para su crecimiento), y al igual que todos los animales, respiran oxígeno y producen dióxido de carbono. No obstante, según el científico Carles Pedrós-Alió del CSIC, «estudios moleculares recientes han detectado en algunas bacterias marinas un mecanismo alternativo de obtención de energía, a través de la luz».
Del mismo modo que los paneles solares aprovechan la energía del Sol para convertirla en energía eléctrica, las proteorodopsinas, unidas a una molécula de retinal, utilizan la energía solar para convertirla en energía bioquímica. Esta energía «extra» les proporciona mayor eficiencia de crecimiento, de forma que consumiendo la misma cantidad de materia orgánica, consiguen formar una descendencia hasta cuatro veces mayor.
Como consecuencia de este proceso, una comunidad microbiana rica en estas bacterias crecería más y produciría mucha más materia orgánica en partículas a partir de la misma cantidad de sustrato, lo que proporcionaría más alimento a niveles más altos de la red trófica marina y aceleraría el ciclo de carbono, según los expertos.
Estas implicaciones en el flujo de carbono en el océano afectan así a la regulación de la concentración de CO2 en la atmósfera y a los mecanismos implicados en el cambio global.